Fina línea entre el artista y el mono tití
R.M.
LAS INDUSTRIAS CULTURALES DE THEODOR ADORNO EN LA EPOCA DE LA LITERATURA FARANDULERA. En una clase de semiología del vilipendiado “CBC” lo sentí nombrar por primera vez; la profesora del curso, a quien recuerdo por su timbre de voz “afrancesado”, pronunció -perdido entre múltiples referencias- su decorativo nombre: Adorno. La primera idea, la sugestión inmediata fue para mí: “Uy, tiene apellido para “9” de Banfield...”, y enseguida comencé a imaginarme formaciones del “Taladro” que finalizaban siempre con él, último de la lista, referente de área, goleador de raza. Pasaron un par de años y en medio de una fiebre cortazariana di con una foto de Julio Florencio (que también tenía un tono de voz afrancesado, y -en tren de buscar coincidencias inútiles- también había vivido en Banfield) sosteniendo en sus manos un gato, un gato con nombre y apellido: Theodor W. Adorno. No pasó mucho tiempo para que esta vez sí, elucubraciones futbolísticas aparte, me decidiera a saber quién era el tipo que se escondía tras la piel de ese felino, bajo esa imaginaria “9” a bastones verdes y blancos. Así llegué, de manera fragmentaria, a su Dialéctica del Iluminismo y a su Teoría Estética. Alemán, músico, filósofo, parte de la “neo-marxista” Escuela de Frankfurt (junto con Benjamin, Horkheimer, Marcuse y varios más), Teddie repartió sus días y sus noches entre Frankfurt, Viena y New York, ciudad en la que se radicó hacia finales de los años ’30 huyendo de la guerra, para regresar a Alemania en 1953, cuando contaba 50 años. Un infarto lo mató en 1969, dejando inconclusa su Teoría Estética. Adorno, autor “canónico” en el territorio de la teoría crítica y los estudios culturales, planteó algunas cuestiones centrales que no escapan seguramente a ningún estudiante que haya pasado por programas y lecturas vinculados a estos temas. Muchos de sus conceptos se recrean y revisitan todavía al momento de explicar los fenómenos culturales contemporáneos. Pasando de largo por casi todo su sistema de pensamiento (para eso están los brolis amigos, esto es la interné), traigo a la mesa algunas ideas que Adorno sugirió sobre la “industria cultural” (uno de sus conceptos más célebres y -utilizando una expresión que probablemente le causaría desagrado- más marketineros) para pensarlas en relación a algunos fenómenos de autobombo y esnobismo editorial observables en el mundillo literario de nuestros días.
Adorno habla, en el apartado dedicado a la “industria cultural” dentro de su Dialéctica del Iluminismo, acerca de la existencia de un sentido para lo igual que marca a la sociedad. En la civilización en que vivimos todo adquiere un aire de semejanza. De este modo, para Adorno, los medios de difusión de cultura son “industrias” y “negocios” que muestran, solidarios con la ideología dominante, lo siempre igual. Y lo siempre igual aparece en el gusto estandarizado, en la repetición de formas y contenidos de los medios masivos; un set solidario al consumo de cultura con poco esfuerzo. Así, el arte entra en peligro de “desartificación”: peligro de perder su carácter propiamente artístico al ser absorbido por la sociedad de consumo. En palabras de Elena Oliveras (de cuyo libro “Estética. La cuestión del arte” me valgo para este sumario conceptual), “ese arte “desartificado”, integrado al mundo de la industria cultural, es un bien de consumo más, una cosa más entre las cosas.” Así, el arte adquiere un carácter enfático, se afirma en el sistema y se hace cómplice de su perpetuación. Es allí donde Adorno propugnará a cambio un arte inútil, negativo, un arte que consiga las cosas rechazándolas.
Dos salvedades sin embargo parecen tener cabida ante la radicalidad de los planteos adornianos:
1. Pensadas en pleno auge del nazismo, estas ideas están afectadas por cierto “pesimismo cultural”: el carácter totalitario del régimen se derramaba desde la economía y la política hacia la cultura.
2. Siguiendo un planteo que Beatriz Sarlo hace en su libro “Escenas de la vida posmoderna”, deberíamos hacer a un lado la visión simplista / ingenua del artista aislado que no establece vínculos entre lo mercantil y su actividad: una fantasía en la que el artista cree que crea por fuera de toda determinación económica y social.
Desde la publicación de la Dialéctica del Iluminismo en 1947 a esta parte, y de modo creciente, las creaciones culturales obtienen difusión a través de la producción industrial y se distribuyen por circuitos comerciales masivos. Los modos de difusión y las condiciones de producción (en el arte en general, en la literatura en particular) que existen hoy eran impensados hace no muchos años. Los conceptos económicos de consumo, de bienes culturales, de promoción, de competencia, de rankings, no estarían en los pensamientos de Adorno (mucho menos en la de sus lectores de la época) tan arraigados como pueden estar hoy en la cabeza de cualquier hijo de vecino.
En relación manifiesta o encubierta con todo lo anterior, me surgen algunos interrogantes:
¿Cómo operan en este sentido muchos de los múltiples canales de difusión de novedades literarias? ¿Cuánto del contenido que difunden es efectivamente literatura? ¿Cuánto es cartón pintado? ¿Qué importancia relativa adquieren las trivialidades que rodean la existencia mundana de los nuevos “literatos”? ¿En otras épocas sucedía de la misma manera? ¿Cómo funcionan los mecanismos de la fama? ¿El renombre se hizo condición necesaria para ser buen escritor? ¿Qué prefiere hoy un joven escritor: lograr una ignota página feliz o la tapa de un suplemento literario con un trabajo mediocre y mal escrito? ¿Qué preferirían los jóvenes escritores hace ochenta, cien años? ¿Cuáles son los mecanismos que legitiman a un autor como “bueno”? ¿En qué cónclaves se toma ese tipo decisiones? ¿Cuánto de diferenciación impostada hay en cierta literatura “de batalla” que parece adaptarse perfectamente dentro del corset que viste el gusto popular contemporáneo? En términos “adornianos”: ¿cuánto más importan las obras, lo que ellas vienen a decirnos con sus verdades acerca del mundo, que el cotillón en que muchas veces parecen envueltas? ¿Cuán sepultado queda el arte en este imperio del fetiche?.
M. le Ch.