Vale decir quizás que soy, además de un sujeto en estado de lectura permanente, un coleccionista compulsivo de libros. No escapa a mi relación con ellos cierta cosa fetichista: los leo con pasión, pero con similar ardor también los atesoro, y a veces me sucede encontrar en la biblioteca alguno del que había olvidado su existencia.
Esto me pasó hace unas semanas con el ensayo de Sartre “Reflexiones sobre la cuestión judía”, una vieja edición publicada por Sur en 1948 -quizás la primera en lengua castellana- y traducida directamente del francés por José Pepe Bianco (quien fuera por años el jefe de redacción de la célebre revista homónima). La obra estaba completamente anulada en el inventario mental de mis libros; la sorpresa que me generó encontrarla perdida entre ‘La rebelión de las masas’ de Ortega y Gasset y la ‘Estética del matrimonio’ de Soren Kierkegaard es la misma que hubiese sentido al haberla visto en una mesa de librería: curiosidad y deseo de leerla.
En menos de 150 páginas Sartre ahonda en las controversias que ha generado a lo largo de la historia el tema del judaísmo y -como desprendimiento de éste- el antisemitismo. El rechazo por lo judío tiene -para Sartre- profundas raíces culturales. No es la sumatoria de decisiones individuales la que lleva a que muchos pueblos manifiesten su rechazo antisemita. Explica Sartre en las primeras páginas: “Un hombre puede ser buen padre y buen marido, ciudadano escrupuloso, amante de las letras, filántropo y, además, antisemita. Puede ser aficionado a la pesca y a los placeres del amor, tolerante en materia religiosa, lleno de ideas generosas sobre la condición de los indígenas del Africa central, y, además, aborrecer a los judíos. No los quiere -suele decirse- porque su experiencia le ha revelado que eran malos, porque las estadísticas le informaron que eran peligrosos, porque ciertos factores históricos han influido en su juicio”.
El antisemitismo es entendido como una pasión innata. Dice Sartre: “No fue por azar por lo que la pequeña burguesía alemana de 1925 era antisemita. Este ‘proletariado de cuello duro’ tenía por principal cuidado el distinguirse del proletariado verdadero. (…) El antisemitismo no es sólo la alegría de odiar; procura placeres positivos: al tratar al judío como un ser inferior y pernicioso, afirmo al mismo tiempo que pertenezco a una ‘elite’, la cual, muy diferente en esto de las modernas ‘elites’ que se fundan en el mérito o en el trabajo, se parece en todo a una aristocracia de nacimiento. Yo nada tengo que hacer para merecer mi superioridad, y tampoco puedo perderla. Me ha sido dada de una vez por todas: es una cosa”.
El principio del antisemitismo –dice Sartre- es que la posesión concreta de un objeto particular otorga mágicamente el sentido de ese objeto. Así, un judío será siempre incapaz de comprender este verso de Racine:
Esto me pasó hace unas semanas con el ensayo de Sartre “Reflexiones sobre la cuestión judía”, una vieja edición publicada por Sur en 1948 -quizás la primera en lengua castellana- y traducida directamente del francés por José Pepe Bianco (quien fuera por años el jefe de redacción de la célebre revista homónima). La obra estaba completamente anulada en el inventario mental de mis libros; la sorpresa que me generó encontrarla perdida entre ‘La rebelión de las masas’ de Ortega y Gasset y la ‘Estética del matrimonio’ de Soren Kierkegaard es la misma que hubiese sentido al haberla visto en una mesa de librería: curiosidad y deseo de leerla.
En menos de 150 páginas Sartre ahonda en las controversias que ha generado a lo largo de la historia el tema del judaísmo y -como desprendimiento de éste- el antisemitismo. El rechazo por lo judío tiene -para Sartre- profundas raíces culturales. No es la sumatoria de decisiones individuales la que lleva a que muchos pueblos manifiesten su rechazo antisemita. Explica Sartre en las primeras páginas: “Un hombre puede ser buen padre y buen marido, ciudadano escrupuloso, amante de las letras, filántropo y, además, antisemita. Puede ser aficionado a la pesca y a los placeres del amor, tolerante en materia religiosa, lleno de ideas generosas sobre la condición de los indígenas del Africa central, y, además, aborrecer a los judíos. No los quiere -suele decirse- porque su experiencia le ha revelado que eran malos, porque las estadísticas le informaron que eran peligrosos, porque ciertos factores históricos han influido en su juicio”.
El antisemitismo es entendido como una pasión innata. Dice Sartre: “No fue por azar por lo que la pequeña burguesía alemana de 1925 era antisemita. Este ‘proletariado de cuello duro’ tenía por principal cuidado el distinguirse del proletariado verdadero. (…) El antisemitismo no es sólo la alegría de odiar; procura placeres positivos: al tratar al judío como un ser inferior y pernicioso, afirmo al mismo tiempo que pertenezco a una ‘elite’, la cual, muy diferente en esto de las modernas ‘elites’ que se fundan en el mérito o en el trabajo, se parece en todo a una aristocracia de nacimiento. Yo nada tengo que hacer para merecer mi superioridad, y tampoco puedo perderla. Me ha sido dada de una vez por todas: es una cosa”.
El principio del antisemitismo –dice Sartre- es que la posesión concreta de un objeto particular otorga mágicamente el sentido de ese objeto. Así, un judío será siempre incapaz de comprender este verso de Racine:
Dans l’Orient desert, quel devint mon ennui
Se pregunta Sartre entonces: “¿Y por qué yo, el mediocre yo, podría entender lo que la inteligencia más libre, más cultivada, no ha podido asir?” El antisemita razonará: “Porque poseo a Racine. Racine es mi lengua y mi suelo. Quizás el judío habla un francés más puro que yo, quizás conoce mejor la sintaxis, la gramática, quizás hasta sea escritor: no importa. Habla esta lengua desde hace veinte años solamente, y yo desde hace mil.”
Las reflexiones de Sartre pulverizan -sin privarse de la utilización sutil de la ironía- no sólo el razonamiento antisemita: su agudeza argumentativa pone en ridículo cualquier tipo de racismo. Quizás los palestinos, los etíopes, los sudaneses o los gitanos, por nombrar sólo unos pocos pueblos oprimidos, aguarden todavía el advenimiento de alguien que difunda con pasión reivindicadora sus penurias, que los redima desde la pluma.
Escondido entre las últimas páginas del libro encontré un recorte del diario La Prensa del 16 de abril de 1980. En un papel más amarillo que el del libro mismo (impreso más de tres décadas atrás), se informaba que había muerto en París Jean Paul Sartre, “una suerte de profeta del desquicio generalizado, un pensador tan sólido, tan convencionalmente sistemático en el trazado y la enunciación de sus esquemas existencialistas como lo podría ser el más sobrio de los catedráticos y el menos espectacular de los filósofos.”
M. le Ch.