Las obras individuales son todas mitos en potencia,
más es su adopción en el modo colectivo lo que
actualiza, llegado el caso, su mitismo.
Claude Lévi-Srauss
El jueves pasado leía en el blog
“Hablando del asunto” una columna de uno de sus colaboradores, Matías Fernández, llamada
“Elogio del aburrimiento”. Trataba el tópico del tedio que muchas veces significa la lectura de algunos clásicos de la literatura. Como primer ejemplo, Fernández citaba el caso de García Márquez confesando el
embole que había significado para él leer el Quijote, hecho que comparaba con tragarse un purgante a cuentagotas. Así aparecían también, verbigracia, la Ilíada y la Divina Comedia; se desprende que es posible engrosar el catálogo con las experiencias personales de cualquier lector. ¿Cualquier lector? Podríamos contestar que en principio sí, aunque también, como bien dice Fernández, sucede que
“algunas obras necesitan del rigor del lector que, a fuerza de empujones, disgustos y bostezos lleven la empresa de la lectura adelante. La voluntad debe sobreponerse al aburrimiento.” Y este modelo de lector riguroso, probablemente, deje fuera a aquellos cuyo contacto con la literatura es meramente ocasional. ¿Cuánto pesa entonces el bagaje cultural de cada uno en la probabilidad de un abordaje placentero de estas obras? Hay que decir que muchas veces el desembarco en ciertos territorios de la cultura presupone un camino arduo que no muestra retribuciones inmediatas. También hay que decir que, hecho el
esfuerzo, el placer finalmente puede ser mayor. Se hace difícil apartar este comentario de connotaciones rayanas con lo elitista; más intolerable resulta impostar una democratización de lectores y lecturas. Cada uno lee lo que le gusta: ese es un argumento tan contundente que no admite la menor discordancia. Pero tan cierto como eso puede ser también que aquellos que quieren ir un poco más allá, encuentren mayores recompensas, justamente un poco más allá.
Indagando más sobre el vínculo entre los clásicos y sus lectores, recordé aquel famoso artículo de Levi-Strauss “El hechicero y su magia”, que analizaba la forma en que los yamanes ejercían su poder de curación en tribus primitivas. Haciendo una equivalencia (de verdulería) pensé la posibilidad (una posibilidad) de leer esta cuestión de los clásicos en esos términos: la eficacia de la cura del yamán dependía de creer en ella, y del consenso social en el que se encuadraban esas prácticas. Nosotros, de alguna forma, creeríamos en algunos clásicos como los enfermos en los yamanes. El fenómeno de “consenso social” ejerce un poder muy eficaz para que nos pongamos colorados antes de criticar negativamente algún verso de la Divina Comedia. Es de alguna manera el mismo fenómeno que permitía encuadrar las prácticas mágicas del hechicero en una lógica inteligible y aceptada social y culturalmente. Dicho de otro modo, en la veneración de ciertos clásicos (desde ya no en todos, creo que acá juega algo muy personal), como en la eficacia de las curas yamanísticas, subyacen quizás pequeños actos de fe.
M. le Ch.