Sucede que yo, Marteen le Chiwí, soy oriundo del glorioso arrabal de Avellaneda. Y como me tira el pago, elijo arbitrariamente esta pequeña referencia antes de compartir una breve y surrealista pieza teatral de Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca: cuentan los que saben que el poeta andaluz, que vivió en Buenos Aires entre 1933 y 1934, conocía mi suburbio. Existe la creencia de que ha dormido dos noches en los altos del muy antiguo almacén y despacho de bebidas de un tal Luciano Sosa, en la avenida Mitre esquina 12 de Octubre, en la entrada misma del barrio de Crucesita, allí donde tiempo después, hacia el ’48, tres españoles instalaron un café que se llamó “Bar García Lorca”. El gallego mandamás de aquella fonda -se dice- era apodado “Falsa Escuadra” por la barra (esto no aporta nada sobre Lorca, pero me parece un dato simpático). El bar cerró en 1998, cien años después del nacimiento del poeta y -hablen de esto con “Horangel”- el día del aniversario de su fusilamiento.
La alcoba con balconcito de hierro forjado, con vista a la calle 12 de Octubre, permitía cultivar la fantasía del duende de Federico apareciendo por aquella ventanita que ya no existe: asomado allí yo lo imagino esta noche, lejos del pago, leyéndole a don Sosa esta obrita que escribiera en 1928.
La alcoba con balconcito de hierro forjado, con vista a la calle 12 de Octubre, permitía cultivar la fantasía del duende de Federico apareciendo por aquella ventanita que ya no existe: asomado allí yo lo imagino esta noche, lejos del pago, leyéndole a don Sosa esta obrita que escribiera en 1928.
EL PASEO DE BUSTER KEATON
PERSONAJES
BUSTER KEATON
EL GALLO
EL BUHO
UN NEGRO
UNA AMERICANA
UNA JOVEN
GALLO. Quiquiriquí.
(Sale Buster Keaton con sus cuatro hijos de la mano.)
BUSTER KEATON. ¡Pobres hijitos míos!
(Saca un puñal de madera y los mata.)
GALLO. Quiquiriquí.
BUSTER KEATON. (Contando los cuerpos en tierra.) Uno, dos, tres y cuatro.
(Coge una bicicleta y se va. Entre las viejas llantas de goma y bidones de gasolina, un negro come su sombrero de paja.)
BUSTER KEATON. ¡Qué hermosa tarde!
(Un loro revolotea en el cielo neutro.)
BUSTER KEATON. Da gusto pasear en bicicleta.
EL BÚHO. Chirri, chirri, chirri, chi.
BUSTER KEATON. ¡Qué bien cantan los pajarillos!
EL BÚHO. Chirrrrrrrrrrrr.
BUSTER KEATON. Es emocionante. (Pausa.)
(Buster Keaton cruza inefable los juncos y el campillo de centeno. El paisaje se achica entre las ruedas de la máquina. La bicicleta tiene una sola dimensión. Puede entrar en los libros y tenderse en el horno de pan. La bicicleta de Buster Keaton no tiene el sillón de caramelo, ni los pedales de azúcar, como quisieran los hombres malos. Es una bicicleta como todas, pero la única empapada de inocencia. Adán y Eva correrían asustados si vieran un vaso lleno de agua, y acariciarían en cambio la bicicleta de Keaton.)
BUSTER KEATON. ¡Ay amor, amor!
(Buster Keaton cae al suelo. La bicicleta se le escapa. Corre detrás de dos grandes mariposas grises. Va como loca, a medio milímetro del sueño.)
BUSTER KEATON. (Levantándose.) No quiero decir nada. ¿Qué voy a decir?
UNA VOZ. Tonto.
BUSTER KEATON. Bueno. (Sigue andando.)
(Sus ojos infinitos y tristes como los de una bestia recién nacida, sueñan lirios, ángeles y cinturones de seda. Sus ojos que son de culo de vaso. Sus ojos de niño tonto. Que son feísimos. Que son bellísimos. Sus ojos de avestruz. Sus ojos humanos en el equilibrio seguro de la melancolía. A lo lejos se ve Filadelfia. Los habitantes de esta urbe ya saben que el viejo poema de la máquina Singer puede circular entre las grandes rosas de los invernaderos, aunque no podrán comprender nunca, qué sutilísima diferencia poética existe entre una taza de té caliente y otra taza de té frío. A lo lejos, brilla Filadelfia.)
BUSTER KEATON. Esto es un jardín.
(Una Americana con los ojos de celuloide viene por la hierba.)
AMERICANA. Buenas tardes.
(Buster Keaton sonríe y mira en gros plan los zapatos de la dama. ¡Oh qué zapatos! No debemos admitir esos zapatos. Se necesitan las pieles de tres cocodrilos para hacerlos.)
BUSTER KEATON. Yo quisiera...
AMERICANA. ¿Tiene usted una espada adornada con hoja de mirto?
(Buster Keaton se encoge de hombros y levanta el pie derecho.)
AMERICANA. ¿Tiene usted un anillo con la piedra envenenada?
(Buster Keaton cierra lentamente los ojos y levanta el pie izquierdo.)
AMERICANA. ¿Pues entonces...?
(Cuatro serafines con las alas de gasa celeste, bailan entre las flores. Las señoritas de la ciudad tocan el piano como si montaran en bicicleta. El vals, la luna y las canoas, estremecen el precioso corazón de nuestro amigo. Con gran sorpresa de todos, el otoño ha invadido el jardín, como el agua al geométrico terrón de azúcar.)
BUSTER KEATON. (Suspirando.) Quisiera ser un cisne. Pero no puedo aunque quisiera. Porque ¿dónde dejaría mi sombrero? ¿Dónde mi cuello de pajaritas y mi corbata de moaré? ¡Qué desgracia!
(Una Joven, cintura de avispa y alto cucuné, viene montada en bicicleta. Tiene cabeza de ruiseñor.)
JOVEN. ¿A quién tengo el honor de saludar?
BUSTER KEATON. (Con una reverencia.) A Buster Keaton.
(La joven se desmaya y cae de la bicicleta. Sus piernas a listas tiemblan en el césped como dos cebras agonizantes. Un gramófono decía en mil espectáculos a la vez: “En América, no hay ruiseñores”.)
BUSTER KEATON. (Arrodillándose.) Señorita Eleonora, ¡perdóneme que yo no he sido! ¡Señorita! (Bajo.) ¡Señorita! (Más bajo.) ¡Señorita! (La besa.)
(En el horizonte de Filadelfia luce la estrella rutilante de los policías.)
M. le Ch.