Dame la mano y vení
que te enseño a perder
Esta noche de domingo (sin Ruso) llego a mi casa vestido de traje. La corbata desanudada, el rostro levemente demacrado y el pelo grasiento. No soy un testigo de Jehová que vuelve de una extensa jornada de prédicas a domicilio. Soy un joven “cool” que vuelve de un casorio en donde se comió y se chupó como Dios manda. En la puerta me encuentro con una persona conocida que me informa de la muerte de su padre. Siento y expreso en ese momento todo aquello que un tipo sensible -como yo- puede sentir. Subo y comentamos el tema con mi mujer; después me saco la mugre del día debajo de la ducha, como algo (como si hiciera falta seguir comiendo) y me siento con el cerebro en estado “Homer Simpson” a faltarles (a ustedes) el respeto con mi entrega quincenal. No pienso en “donas” ni en una cerveza “Duff”, me viene a la mente Georges Bataille.
Sobre Bataille sobran los datos de color como para elaborar una semblanza entretenida (a ninguna persona de bien pueden interesarle apostillas insulsas sobre la vida de un tipo como que era buen padre o brillaba en los estudios, lo que verdaderamente atrapa es todo aquello que nos muestre al verdadero miserable que tenemos delante). Bueno, con Georges estamos bien: hijo de un sifilítico ciego que “se ensuciaba en sus calzones”, era jugador, alcohólico y habitué de burdeles; incluso habría arriesgado su vida en la ruleta rusa. Gran lector de Freud, enemigo y también amigo de André Breton, Bataille creó la revista “Acephale” (5 números entre 1936 y 1939), para difundir sus ideas de una sociedad agonizante, de una crisis moral, de una historia acabada. La propuesta era abandonar las luces del mundo civilizado, ir hacia los mundos desaparecidos. Anécdotas muy simpáticas sobre su vida pueden encontrarse, por ejemplo, en la extensa biografía sobre Lacan que escribió Elisabeth Roudinesco.
En los últimos tiempos anduve leyendo en forma desordenada algunos de sus ensayos, y el episodio de la puerta me recordó uno de ellos, llamado “La práctica de la alegría ante la muerte”.
“El que tenga miedo de las muchachas desnudas y del whisky -dice Bataille- tendría poco que ver con la alegría ante la muerte”. Y agrega: “Sólo una santidad desvergonzada, impúdica, ocasiona una pérdida de sí lo bastante feliz. La alegría ante la muerte significa que la vida puede ser magnificada de la raíz a la cumbre. Priva de sentido a todo lo que es un más allá intelectual o moral, sustancia, Dios, orden inmutable o salvación. Es una apoteosis de lo perecedero, apoteosis de la carne y del alcohol así como de los trances del misticismo. Las formas religiosas que recupera son las formas ingenuas que precedieron a la intrusión de la moral servil: renueva esa especie de júbilo trágico que el hombre “es” apenas deja de comportarse como un lisiado, cuando ya no se vanagloria por el trabajo necesario ni se deja mutilar por el temor ante el mañana”.
Se trata a fin de cuentas, dirá Bataille, de entender el dichoso desprecio de quien “danza con el tiempo que lo mata”.
A mi me parece muy simpático, pero no me convence. Voy terminando porque quiero rezarle un Padre Nuestro al difunto y acostarme lo más pronto posible. Es la una de la madrugada y yo no soy Bataille: soy un burgués que reseña “cositas locas” pero que llegado el caso consulta al dermatólogo si le sale un callo, y a quien mañana lo esperan una oficina y el vencimiento de la tarjeta de crédito.
M. le Ch.